Kateri Avani se sacudía al dormir, mientras sus sueños le atormentaban. Ya no era una mujer adulta, sino que otra vez era una pequeña niña sentada en casa de su abuela, jugando con las muñecas que ésta le había hecho para ella y para su prima Sunshine con el maíz que crecía en el jardín trasero. Con unos doce años, Kateri cepillaba con su pequeña mano el cabello negro, hecho de las fibras de la mazorca de maíz, de su muñeco.
Su abuela estaba sentada junto a ella, en la anticuada mesa roja de cocina, desvainando guisantes mientras le hablaba a Kateri en ese gentil tono que nunca fallaba en hacerla sentir a salvo en un mundo que había sido cualquier cosa menos eso.
–Sabes, Ter, hay un dicho común entre las personas que dice que el amor al dinero es la raíz de toda maldad. Pero nada podría ser más errado– ella dejó caer los desechos de los guisantes en el cubo de abono que estaba en sus pies–- Antes de la invención del dinero o inclusive de los sistemas monetarios había muchísima maldad alrededor.
Sin estar segura por qué su abuela le estaba diciendo eso, Kateri dobló una ceja de pronto ante el tono serio.
El cabello blanco como la nieve de su abuela estaba entrelazado y torcido alrededor de su cabeza en un intrincado rollo que Kateri había tratado una y otra vez de dominar. A diferencia del de su abuela el de ella siempre terminaba en un revoltijo que acabaría por soltarse tan pronto como se moviera velozmente.
Tras acomodar hacia atrás sus anteojos con el nudillo, su abuela detuvo su sermón para extraer más judías de la canasta artesanal de paja que estaba sobre la mesa y las puso dentro de la cazuela plateada que sostenía sobre su regazo. Señalando a Kateri con una de las largas vainas, ella la agujereó con aquellos ojos dorados que poseían el fuego de una shaman ( -1- Medicine Woman: término utilizado para los curadores Nativo Americanos y demás figuras espirituales) fuerte y vivaz.
–Escucha mi advertencia, niña. Ni el dinero ni la avaricia destruyen a la humanidad, y definitivamente no arruinan la vida de una sola persona. En cambio, es mucho más siniestro. Esos son solamente los síntomas de la verdadera enfermedad que lo corrompe todo desde adentro hacia afuera.
Los ojos de Kateri se ensancharon
–¿Qué es lo que corrompe a las personas?
–Envidia –dijo ella en un tono helado–. Es de todas las cosas la más mortal, niña. Fue lo que motivó el primer crimen conocido por la humanidad, cuando un hermano golpea al otro y lo deja morir por ninguna otra razón que el hecho de que pensara que su hermano era más favorecido. Sobre la superficie, sólo es una hermosa palabra. Pero como todo mal verdadero, la belleza es engañosa y atrapa con engaños a los desprevenidos para capturarlos y arruinarlos. Como en un remolino del demonio, antes de que se den cuenta, están ahogados en eso y no pueden escapar no importa cuán duro traten.
–¿Qué significa envidia? –preguntó ella, su corazón aporreando. Si era tan malo, entonces ella no lo quería nunca, jamás.
Su abuela partió en dos la vaina, sus movimientos, más frenéticos.
—Proviene del latín, “invidi”, que quiere decir aquello que causa resentimiento, o desearle el mal a otros, la envidia es la incapacidad de sentir felicidad por la buena fortuna de alguien o desearles el bien aún cuando ellos lo merezcan. Es cuando tú tienes envidia de alguien en sus momentos más sublimes o sólo por el hecho de que ellos tienen una vida que, piensas, es mejor que la tuya, aún cuando todos tenemos dolores y penas. Vergüenzas y cosas que nos persiguen. De eso, nadie es inmune alguna vez.
–Nunca haría una cosa como esa, abuelita – le aseguró Kateri–. Lo sé muy bien.
Su abuela sonrió amablemente.
—Lo sé, nena. Pero la advertencia soporta la repetición. Es tan fácil caer dentro de sus garras, y permitir que el odio y la amargura destruyan tu propia felicidad.
Le dio a Kateri varios guisantes crudos para que los comiera mientras ella continuaba desvainándolas.
–Cuando era una joven de tu edad, mi abuela me contó una historia que su abuela le había contado. Aún cuando yo era joven cuando la escuché, permaneció conmigo a lo largo de toda mi vida.
Lateri trituró los guisantes mientras ella escuchaba. Siempre había amado los cuentos de tu abuela.
–Un día, un muchacho salió con su abuelo que era un Viejo jefe Cherokee. “¿Edudi?”, dijo el chico, “¿Por qué estás tan triste?” El Viejo jefe mordió su labio y frotó su vientre como si su estómago le doliera cruelmente. “Hay una terrible lucha dentro de mi, Uhgeeleesee” le dijo el Viejo severamente. “Una que no me permitirá ni dormir ni me dará paz”
Ella tocó la nariz de Kateri con el tallo de un guisante mientras ella imitaba la asombrosa mirada del chico. “Una pelea ¿Abuelo? No entiendo. ¿Qué tipo de lucha hay dentro de ti?
Kateri robó otro puñado de guisantes de la cazuela de su abuela.
–El viejo jefe se arrodilló enfrente del muchacho para explicarle. “Dentro de mi corazón, tengo dos lobos. Cada uno lo suficientemente fuerte para devorar al otro, ellos están atrapados en una guerra constante. Uno es completamente malvado. Él es la venganza, el pesar, la pena, la furia, la avaricia, la arrogancia, la estupidez, la superioridad, la envidia, la culpabilidad, las mentiras, el ego, la vanidad, la inferioridad, la desconfianza en sí mismo, la sospecha y el resentimiento. El otro es completamente amable. Está hecho de paz, de dichosa tranquilidad, de sabiduría, de amor y alegría, esperanza y humildad, compasión, benevolencia, generosidad, verdad, fe y empatía. Ellos se acechan el uno al otro dentro de mi corazón y luchan constantemente. Día y noche. Sin descanso. Ni siquiera mientras duermo.” Los ojos del muchacho se abrieron mientras inspiró agudamente. “Qué terrible para ti.” Su abuelo sacudió su cabeza ante esas palabras y golpeó ligeramente el pecho del niño justo donde se ubicaba su corazón. “No es sólo terrible para mi. La misma lucha también se desarrolla dentro de ti y de cada individuo que camina en esta tierra junto a nosotros”.
Kateri tocó su propio corazón mientras se preguntaba si esos lobos estaban dentro de ella, también.
–Aquellas palabras aterraron al muchachito— continuó su abuela—. “Sólo dime, abuelo, ¿Cuál de esos lobos ganará la pelea?” El viejo jefe sonrió a su nieto, mientras él ahuecaba la joven mejilla antes de responderle con una simple verdad. “Aquel que nosotros alimentemos, siempre ganará.”
Aquellas palabras resonaron en el sueño de Kateri mientras ella hacía su mejor esfuerzo para despertarse a ella misma. Sé cuidadosa de lo que te alimentas, niña. De esa bestia que te seguirá a tu casa y vivirá contigo hasta que le hagas la cama para que se quede, o encuentres la temeridad para expulsarlo.
Pero las advertencias de su abuela no habían terminado. Ella tomó la mano de Kateri y la empujó a través del tiempo. A un lugar que era escalofriante y extraño, y al mismo tiempo, era familiar. Como si ella hubiera estado allí antes, y lo hubiera olvidado.
O el recuerdo se hubiera desvanecido.
A pesar de que los vientos eran calientes, ellos hacían que su sangre corriera fría, con temor, como si hubiera algo malévolo allí. Algo que quería su muerte. Alrededor de ellos, Estalagmitas y estalactitas formaban bestias desfiguradas que incrementaban su malestar. Las rojas paredes de tierra le recordaron el paisaje Marciano. Más que eso, aquellos muros contenían escenas de batallas pasadas entre guerreros y una serpiente emplumada que se erguía sobre ellos, respirando fuego desde sus fosas nasales, mientras trataba de derrotarles.
–Aquí es donde comienza el fin.
Antes de que ella pudiera preguntarle a su abuela qué significaba eso, Kateri vio una sombra que se movía a través del suelo. La sujetó por detrás y empujó su espalda contra un pecho duro como una roca. Ella se sintió deslizar por la amplitud del hombre que la sostenía con una facilidad que la aterraba. Vestido con una camisa blanca de lino, un chaleco negro y jeans, su largo cabello de ébano caía hasta la mitad de su espalda. Ojos oscuros resplandecían en una cara tan perfectamente esculpida que él no parecía real.
Sintiéndose familiar con ese desconocido, ella se relajó.
Hasta que él habló.
–Por toda la eternidad— le susurró al oído un instante antes de hundirle un cuchillo profundamente dentro de su corazón, luego la arrojó al suelo para que muriese.
Agitada y asustada, Kateri se despertó sudando frío ante el sonido de la alarma del reloj. A las 4:30 de la mañana, su habitación todavía estaba oscura como boca de lobo, pero aún así ella sintió una presencia cerca de su cama. Más que eso, ella olió la débil esencia de menta de la loción de Jurgen.
La esencia de su abuela. Sólo una única vez ella se había despertado con esa sensación y ese olor: la noche en la que su abuela había muerto, mientras ella había estado en la Universidad. La piel de gallina recorría su cuerpo mientras las lágrimas llenaban sus ojos.
–¿Eleesee?– murmuró ella, usando la palabra Cherokee para abuela.
Un relámpago destelló, acentuando las sombras en su cuarto. Kateri se quedó sin aliento cuando la que se encontraba en una esquina apareció para transformarse en la sólida forma de una mujer.
Sólo que no era la de su abuela. En cambio, era torcida y horrorosa. Fea.
Peor, la sombra arremetió contra ella.
Reaccionando con puro instinto, Kateri lanzó su brazo hacia arriba y murmuró las antiguas palabras de protección con las que su abuela le había taladrado la cabeza para que pudiera luchar contra las pesadillas en cualquier momento en el que aparecieran. Tal como a ella la habían instruido, arremetió contra el invasor, con sus pensamientos, deseosa de que esa existencia volviera al reino al que pertenecía. La criatura chilló cuando alcanzó su cama y su cara quedó a pulgadas de ella. Sus vacíos ojos titilaron como flamas luego de esto, reculando como si hubiese sido golpeado por un campo de fuerzas. Con un graznido estridente, estalló dentro de una fiera criatura que se contorsionó y atravesó la ventana volando en la forma de un cuervo pequeño.
No, no era un cuervo pequeño.
Era un inmenso cuervo.
Por su espalda corrían escalofríos mientras sus recuerdos la llevaron a un lugar y un tiempo al que ella no quería regresar. Era un cuervo burlón. Mustios seres que se revelan únicamente a aquellos que están cerca de la muerte.
A las almas a las que intentan devorar.
Kateri sacudió su cabeza severamente. No, ella no creía en cosas como esas. Aquellas eran historias que su abuela le había contado para entretenerla o para asustarla cuando era una niña. Antiguas leyendas. Soy una científica. Sé que no existen cosas como bestias cambia- formas que roban las almas de los que iban a morir.
Era imposible.
Pero su abuela había creído en ellas, al igual que muchos de los Cherokee que vivían en las Reserva en la que había prestado servicio su abuela. Tanto que ella había sido convocada cada vez que alguien estaba muriendo. Día y noche, hasta que ellos fallecían, su abuela había mantenido la vigilia para protegerles de los cuervos burlones.
Yo he luchado contra ellos en mis días, chica. Y como yo, tu lo harás algún día, cuando tengas la habilidad de verlos, también. Para combatirlos por las almas que ellos vienen a robar. Es tu honor ser mi sucesora. Y cuando mi tiempo acabe, quiero que sostengas mi mano cuando cruce a la siguiente aventura y que protejas mi alma hasta que se libere de este viejo cuerpo. Entonces viviré junto a las estrellas y te vigilaré cada noche mientras te protejo.
Era un sueño que nunca había sido verdad. En lugar de morir pacíficamente en sus sueños como ella había visualizado, su abuela había sido asesinada por un asaltante mientras Kateri se encontraba a miles de millas de allí.
No pienses en eso. Cada vez que ella lo hacía, la furia –oscura e inmunda- la ponía en llamas y le tomaba todo lo que ella tenía no ir por allí de vigilante rabioso. Su abuela había sido la criatura más amable y más gentil que había nacido. Y que algún psicópata hubiera pateado su puerta y…
¡Para! Ella tenía que irse a trabajar así que…
Sus pensamientos se dispersaron mientras dirigía su mirada a su vestidor. Allí arriba, al lado de la pequeña foto de ella y de su prima Sunshine sentadas en el regazo de su abuela estaban las muñecas con las que habían estado soñando. Muñecas que no había visto en años. No desde aquel verano cuando cumplió los dieciséis y su abuela la había conducido a través del ritual que simbolizaba su camino desde la niñez hacia la adultez.
Aquellas muñecas habían sido quemadas hasta convertirse en cenizas ese día.
Pero eso no era lo que verdaderamente la asustaba.
Mientras ella había estado durmiendo, alguien había entrado a su cuarto y escrito sobre su espejo con una barra de jabón… algo diferente a lo que su abuela hacía cuando Kateri había vivido con ella. Pequeñas notas como “Te amo”, “Buena Suerte con tu examen!” , “Que tengas un buen día en la escuela!” , “No te olvides tu sweater” o cosas triviales como esas.
Pero esta nota no era dulce.
“Toma mi nayu del Valle del Fuego, donde la pura tierra debe domesticar al cuervo. Escucha al búfalo y protege a la mariposa. Juntos, tú eres más fuerte que cualquier enemigo. Y recuerda, Waleli, cuando el coyote llegue y la serpiente ataque, ni tu podrás comerte al oso, ni el oso podrá comerte a ti.”
A mitad del día, eso sería irritante de leer. Tan temprano por la mañana, era francamente cruel.
No estoy de humor para esta mierda.
–¿Quién está ahí?— gritó ella-
Únicamente el sonido del palpitar de su propio corazón le respondió. Ella llamaría a la policía, pero ¿Con qué propósito? “Hey, oficial, me desperté y encontré este realmente críptico mensaje en mi espejo escrito por alguien que estaba bromeando o borracho, o… No, oficial, ellos no están aquí ahora y no tengo ni idea por qué hicieron algo así, pero ¿Podría encontrarles y pedirles que ya no me dejen notas nunca más? ¿De quién sospecho? Ni idea. Sólo mi abuela fallecida me dejaba notas así.
Sí, eso no se vería bien, y con su suerte, ellos la arrestarían por hacer un reporte falso.
O peor, llamar a una unidad psiquiátrica para ella.
Pero lo que realmente la inquietaba es que en la nota se la llamaba Waleli… Picaflor. Ese era el nombre real que su abuela le había dado cuando nació. Uno que no figuraba en el papel que su madre había llenado como certificado de nacimiento. Nadie que vivera lo sabía…
Nadie.
A menos que su abuela la hubiera visitado o…
Tú no crees en fantasmas.
Verdad ¿pero qué otra explicación podría ser posible? ¿Por qué un completo extraño irrumpiría en su casa, sin robar nada, sin causarle ningún daño y escribir eso?
¿Cómo sabrían acerca de su nayu o el nombre que solamente usaba su abuela cuando estaban solas?
Kateri sacudió su cabeza.
Tal vez eso fue lo que el cuervo burlón había estado haciendo.
Sí, está bien, la idea de un cuervo burlador escribiendo con jabón en su espejo sonaba aún más ridículo y descabellado que la teoría del fantasma, ¿Qué otra cosa quedaba?
Una vez que eliminas lo imposible, cualquier cosa que quede, no importa lo improbable que sea, debe ser la verdad. Ella rodó sus ojos mientras su mente recordaba la cita de Sir Arthur Conan Doyle.
–¡No creo en esta mierda, abuelita! – gritó ella hacia el techo. Nunca lo haría. Lo paranormal, los cuervos burlones, tsinooks, espíritus, y cosas demás cosas falsas.
Ella era una científica. Únicamente creía en lo que podía ver, sentir, tocar, oler y escuchar.
Cuantificar.
El resto eran tonterías para las novelistas y Hollywood. Eso no existía fuera de los sueños.
De repente, algo chirrió. Kateri giró su cabeza hacia el sonido que provenía de su vestidor.
Allí, sobre el espejo, más palabras aparecieron mientras ella observaba.
“Pero yo creo en ti, Waleli. No me falles.
Sobre todo, no te falles a ti misma.”
