Stefan Prakenskii paseaba de un lado para otro por la pequeña celda. Sabía exactamente cuántos pasos podía dar antes de saltar para agarrarse a las barras y hacer flexiones. Una docena más de flexiones antes de caminar al final de la celda y dejarse caer al suelo para seguir haciendo flexiones. No había modo de acostumbrarse al olor de la prisión, al limo de las paredes o al modo en que las duchas no funcionaban y la vigilancia constante para mantenerse con vida, pero no le importaba nada de eso. Podía soportar cualquier cosa, había sufrido cosas mucho peores.
Era un hombre paciente, pero una vez que hubo decidido que era inútil permanecer en la celda, que su misión era un fracaso completo, quiso salir. Era una pérdida de tiempo quedarse, pero su adiestrador no había estado de acuerdo en sacarle hacia un mes. Cada día se incrementaba el peligro y se volvía más irritante, su mente consumida con la única cosa decente de la cárcel.
Jurando por lo bajo, Stefan tomó la última fotografía de la pared de la mujer con la que su compañero de celda estaba obsesionado. Estaba de pie en una playa, las olas del mar rompían detrás de ella, un poco turbulentas y con viento, obviamente, pero no había señales que Stefan tuviera la oportunidad de identificar. Sin dura, era hermosa, con su largo pelo negro flotando en el viento. Vestida con vaqueros y camiseta se las arreglaba para lucir elegante y sexy al mismo tiempo. Si él fuera un hombre interesado en las relaciones, sin duda comprendería la fijación de su compañero de celda con ella. Y el idiota estaba totalmente obsesionado con ella. Había cientos de fotografías de esta mujer tomadas durante un período de años clavadas en las paredes.
No parecía importar lo inteligente que un hombre fuera o lo que hacía para ganarse la vida, al final, al parecer, una mujer hacía que incluso el mayor de los criminales se derrumbara. Y esta mujer en particular no era la excepción. Stefan planeaba usarla para acabar con el imperio internacional de Jean-Claude La Roux si eso era lo que hacía falta.
Echó un vistazo a la foto que tenía en la mano. Ella parecía pensativa—no—triste. ¿Qué había puesto esa mirada en su cara? Sin duda, una mujer como ella no estaría languideciendo por un hombre como Jean-Claude. Una pequeña franja de piel invitadora asomaba entre su camiseta y sus pantalones vaqueros tentadoramente. Deslizó el pulgar sobre esa franja como si fuera sentir cuán cálida y suave era realmente.
Sin duda, Jean-Claude era un hombre de una riqueza incalculable. Stefan suponía que una mujer podría encontrar su apariencia atractiva, si te gustaba el encanto que rezumaba. Su encanto estaba cubierto de multitud de pecados, pero las mujeres podían encontrar el borde del peligro excitante también. Las mujeres podían ser tan fácilmente influenciadas por las cosas malas como los hombres por la belleza.
—¿Qué coño estás haciendo con eso? —Mirando a Stefan, tratando de intimidar a alguien imposible de intimidar, Jean-Claude Roux le arrebató la pequeña fotografía de las manos de su compañero de celda—. No tienes idea de quién soy.
Stefan deliberadamente mostró los dientes y luego escupió en el suelo de la celda.
—Ese estribillo se está volviendo viejo, Rolex. —Infundió un total desprecio en su tono, llamando al hombre por el odiado nombre que le había dado.
Un hombre como Jean-Claude, jefe de un enorme imperio del crimen detestaría que un criminal común se burlara de él. Era una afrenta que el hombre no podría aceptar. En los dos meses que Stefan había estado trabajando encubierto, tratando de recopilar información, había tenido que defender su vida en varias ocasiones, cortesía de la autoridad de La Roux, incluso allí en la cárcel. La Roux le aborrecía, y una palabra de él había enviado a varios presos a tratar de ganarse su favor intentando deshacerse de Stefan, la espina en su costado.
No había duda de que Jean-Claude era tan poderoso en la cárcel como estando fuera. En la superficie, sentenciarle por sus crímenes internacionales en Francia pareció bien. El sistema penitenciario francés no era considerado un lugar que mimara a los presos, pero incluso con moho en las paredes y cemento manchado del agua que caía del techo, Jean-Claude se las arreglaba para parecer rico y poderoso. Todo los otros reclusos se mantenían lejos de él hasta que apareció Stefan. Este le incitaba a la menor oportunidad, y ninguno de los hombres pagados para que le enseñaran una lección o le mataran había tenido éxito.
No había duda en la mente de Stefan que, si le daban una hora con Jean-Claude, si era libre de interrogarlo a su manera, tendría toda la información que necesitaban, pero aquí, en esta prisión francesa, con guardias vigilando día y noche, y el gobierno muy consciente de su prisionero, no tenía la oportunidad de extraer lo que necesitaba del hombre. Sólo quedaba una posibilidad. Jean-Claude Roux tenía que escapar. Suspiró. Le había dicho a su adiestrador lo mismo muchas veces en los últimos dos meses.
Stefan indicó las paredes, cubiertas con fotografías de la misma mujer.
—Tienes un montón de fotos, Rolex, pero no tienes ninguna carta. Creo que tu mujer está en esa playa riendo con otro hombre.
Jean-Claude volvió a colocar la fotografía, alisando el papel brillante. Stefan notó, con cierta satisfacción, que los dedos del señor del crimen temblaban cuando tocó la cara de la mujer.
—No ves a un hombre en ninguna de estas fotografías, ¿verdad?
Jean-Claude le miró con evidente desprecio. Stefan sabía que no era gran cosa. Era alto, con hombros anchos, pecho amplio y musculoso, brazos largos con abultados músculos. No se veía suave y rico, o con encanto. Parecía un animal, no muy inteligente, con pelo largo y desaliñado. Tenía una maraña de cicatrices en su piel y sus nudillos encallecidos y brillantes. Tenía una mandíbula cuadrada y ojos de un oscuro azul verdoso que miraban directamente a las almas de otros hombres y los declaraba culpables. Stefan exuda poder en bruto a través de pura fuerza física y los hombres como Jean-Claude automáticamente los despachaban como músculos sin cabeza y nunca miraba debajo de esa superficie para ver si había alguna inteligencia detrás de la máscara de un animal.
En su mente utilizaba su propio nombre, Stefan Prakenskii, tan a menudo como era posible porque, en verdad, estaba tan acostumbrado a usar otro nombre que tenía miedo de olvidar quién era. Y tal vez ya había, hacía mucho tiempo, perdido su identidad. ¿Qué era él? ¿Quién era? Y a quien realmente le importaba una mierda de todos modos? No había ninguna mujer hermosa en una playa con cara de tristeza y languideciendo por él, y nunca la habría. Tenía éxito en su trabajo porque se negaba a permitir mujeres como con la que Jean-Claude estaba obsesionado, en su reino de conciencia.
Miró de nuevo las imágenes que cubrían la pared manchada. Había cientos de ellos. Jean-Claude había tenido a la mujer bajo vigilancia durante mucho tiempo. Ella había cambiado poco en los últimos años que el hombre había pasado en prisión, pero tenía razón, no había ningún hombre fotografiado con ella. Stefan maldijo entre dientes y se alejó de las imágenes.
La mujer se metería bajo la piel de cualquiera si la mirabas el tiempo suficiente y en una celda pequeña, ¿qué más había que hacer que notar sus labios, sus ojos y todo ese largo pelo brillante? Jean-Claude estaba alimentando su propia adicción, convirtiéndose en un monstruo y Stefan habían descubierto esa debilidad de inmediato y la utilizaba contra el hombre, haciendo que madurara la idea de fugarse. No veía a otros hombres con ella en las fotografías, pero ¿quien podía soportar pensar en otro hombre tocando todo esa piel suave?
—Voy a decirte eso, Rolex, ella es hermosa. ¿Dónde diablos has conocido a una mujer como esa? —Ya era hora de cambiar de táctica.
Por primera vez, Stefan permitió que una pequeña admiración se introdujera en su voz. Como sospechaba, Jean-Claude no pudo resistir la necesidad de hablar sobre su mujer o de responder a la primera señal de que un hombre como Stefan, que sólo parecía admirar la fuerza evidente, podría respeto al señor del crimen, al menos por su capacidad para atraer una mujer hermosa.
—Era una estudiante de arte en París —dijo Jean-Claude—. Estaba fuera del Louvre, con todo ese largo pelo volando alrededor de su cara e hizo una pausa para apartárselo de la cara y por un momento… —se calló.
Stefan no necesitaba que se lo dijera. El señor del crimen había perdido probablemente la respiración al igual que le había sucedido a Stefan la primera vez que vio la fotografía. Ella podría haber sido modelo de portada de alguna revista, incluso más. Había algo indefinido, una cualidad que no podía tocar, algo inocente y sensual al mismo tiempo. Algo misterioso, remoto, fuera de alcance, algo muy difícil de alcanzar y, sin embargo hacía que un hombre quisiera estirar la mano y agarrarla, para guardarle para él solo.
Oh, sí, la mujer definitivamente tenía impacto en el hombre, especialmente en uno encerrado en una celda sin compañía. Stefan tenía una paciencia infinita cuando estaba trabajando, pero en serio, esto era un fracaso. Jean-Claude iría en línea recta hacia la mujer y a por el microchip que había robado del gobierno ruso, un microchip que valía una fortuna en el mercado negro. Ese chip contenía información que podría devolver al sistema de defensa cincuenta años atrás si salía a la luz.
—¿Es buena pintando? —le preguntó Stefan.
Jean-Claude asintió con la cabeza.
—Es buena en todo lo que hace.
Stefan permaneció en silencio, esperando más. Sabía que iba a venir. Jean-Claude no habría dicho nada si no quisiera hablar.
—Ya se ha hecho un nombre por sí misma en el mundo del arte. Sus caleidoscopios han ganado premios internacionales. Sus pinturas se venden a precio de oro y es conservadora de obras de arte antiguas para coleccionistas privados. Les mandan las pinturas bajo fuerte vigilancia.
Jean-Claude parecía orgulloso de ella. Los conservadores son poco frecuentes, responsables de restaurar la salud de pinturas de cientos años de edad. Era un trabajo difícil y un de algún modo, una comunidad pequeña. Dudaba que hubiera muchos artistas premiados por caleidoscopios. La información sería muy útil para descubrir su identidad. Stefan ya había enviado varias fotografías a su gente con el fin de iniciar la investigación sobre quién era esa misteriosa mujer en realidad.
—Tengo que reconocértelo, tienes a una mujer como esa dispuesto a esperarte.
Jean-Claude no dijo nada, pero se quedó mirando el rostro tranquilo y pensativo. Stefan sabía que las palabras le carcomerían, la idea de que tal vez no lo esperaba. La Roux tenía una celda mejor que la mayoría de los reclusos. Él no era como la mayoría, suicida y depresivo con las condiciones, lo que a Stefan le decía que los guardias traficaban con sus asuntos y hacían cuanto podían para ganarse su favor al igual que los prisioneros. No le había llevado mucho correr el rumor de que si un guardia molestaba a Jean-Claude, uno de sus hombres tomaría represalias contra la familia del guardia.
Stefan había estado en este lugar asqueroso bastante tiempo. No había nada más que pudiera sacar del señor del crimen. Le había dicho a su gobierno que sacara al hombre de cárcel, o que le secuestraran mientras salía o le permitieran guiarles hasta el microchip. De cualquier manera, era mejor que pudrirse en los pequeños confines de la celda mirando a una mujer cuyo nombre ni siquiera conocía. Obsesionándose con ella junto con Jean-Claude. Se marcharía esta noche antes de perder la cabeza mirando a una mujer que nunca le miraría dos veces.
—Odio decirte algo agradable, Rolex, pero tiene el rostro de un ángel. No puedo imaginarme a ninguna mujer a su altura. —Necesitaba encontrar una manera de mantener al hombre hablando. Después de dos meses, ni siquiera sabía su nombre, Jean-Claude mantenía la boca cerrada.
Jean-Claude le miró y luego a la imagen. Sonrió por primera vez desde que habían empujado a Stefan a la celda.
—Estoy seguro que no puedes. Habla siete idiomas. Siete. —Un gesto sarcástico con los labios le dijo a Stefan que Jean-Claude estaba seguro de que él nunca podría aprender más de un idioma.
Stefan hablaba francés con fluidez, con un acento perfecto y su personalidad encubierta de John Bastille, ciertamente no parecía como si fuera un hombre educado en otras actividades aparte de las delictivas. Pero la verdad era que, Stefan podía igualar a la mujer de los sueños en idiomas, lo que significaba que era educado y seductor. Estaba un poco sorprendido de que a Jean-Claude le gustaran las mujeres inteligentes.
—Ella es del tipo que discutiría —señaló Stefan, permaneciendo en su personaje. A su tipo de hombre musculoso no le gustaría que una mujer humilde discutiera con él. Decía algo que a Jean-Claude le gustara una mujer inteligente.
—Definitivamente dice lo que piensa —coincidió Jean-Claude, con una pequeña media sonrisa arrastrándose a sus ojos como si recordara un momento que encontrara particularmente divertido—. No lo entenderías.
Stefan se tragó la mil y una cosas crudas que su personaje falso habría dicho, sabiendo que pondría fin a la conversación inmediatamente. Jean-Claude no había dicho más de tres o cuatro frases en los dos meses que habían compartido la celda. En su lugar, miraba hacia el suelo, como en triste reflexión.
—Una vez tuve una mujer. Una que valía la pena, no una prostituta. Debí haber sido un poco más amable con ella y tal vez se hubiese quedado conmigo. —Esbozó una sonrisa rápida, envidiando la de Jean-Claude—. No se parecía a esa. ¿Cómo se llama?
Ni una sola vez en todos los meses se había referido Jean-Claude a la mujer por su nombre, o dicho dónde estaba. Mantenía la boca cerrada en lo que ser refería al ángel en la pared. A Stefan le molestaba pensar secretamente en ella de esa manera. Ángel. Misteriosa. Elusiva. Tan fuera de alcance del hombre común. Fuera del alcance de un hombre que vivía completamente en las sombras. Un hombre sin verdadera identidad.
—Judith. —La voz de Jean-Claude fue seca y advirtió a Stefan que no empujara más allá de la identidad de la mujer.
El triunfo se apoderó de Stefan. Jean-Claude estaba tan aburrido como él en la celda. Y quería hablar de su mujer. Tenía que hablar de ella. Stefan quería que la anhelara, que aprovechara la oportunidad de escapar cuando se le presentara, no por Stefan, por supuesto, sino por uno de los guardias. No sería tan difícil de organizar. Que Jean-Claude La Roux le debiera un favor sería como que le tocara la lotería. Al mismo tiempo, Jean-Claude no daba nada de forma gratuita. ¿Qué buscaba?
—Bonito nombre. Ella parece exótica, pero ese nombre es estadounidense, ¿no? —En realidad el nombre es de origen hebreo, pero Stefan dudaba mucho que el señor del crimen fuera consciente de este hecho ni le importara. Fue una puñalada en la oscuridad, algo calculado.
Jean-Claude le miró con recelo.
—¿Qué mierda de diferencia supone?
Stefan permitido que surgiera una oleada de ira, más triunfante que nunca. Había tocado una fibra sensible. La misteriosa mujer podría muy bien ser de los Estados Unidos, no de Japón como había pensado por primera vez.
—No mucha. Sólo te daba conversación. A la mierda con ella. —Le dio la espalda al señor del crimen, un riesgo calculado. Mostrar indiferencia era la única manera de que Jean-Claude siguiera hablando. Si pensaba que Stefan estaba demasiado interesado, el hombre no diría ni una palabra. Stefan tenía que manejarlo, era lo suficientemente inteligente para jugar sus cartas.
Alejarse de La Roux, sólo le hizo mirar otro muro de fotos. Estaba rodeado por la misteriosa mujer. Definitivamente parecía de ascendencia japonesa, pero no del todo, parecía alta. Era posible que tuviera un padre estadounidense. La línea de costa donde parecía vivir podría ser de los Estados Unidos en lugar de Europa. No había considerado esa posibilidad antes.
Una de las imágenes que más le gustaba era la de Judith, ahora tenía su nombre, caminando descalza por la arena. El viento soplaba con fuerza y su pelo largo y sedoso le caía por su espalda. Podía ver las pequeñas huellas en la arena mojada. Por alguna extraña razón, esa fotografía le llegaba. Parecía tan sola. Tan triste. Esperando a alguien. ¿Jean-Claude? Su estómago se lleno de nudos ante ese pensamiento.
—¿Te casaste con ella? —No miró a Jean-Claude cuando preguntó, prefiriendo escuchar el tono de la voz, en lugar de la respuesta.
—Prometido —dijo Jean-Claude tras una larga pausa.
—¿Ella lo sabe? —Le preguntó con malicia. Stefan no había visto un anillo en el dedo en ninguna de las fotografías y lo había buscado.
Jean-Claude se encogió de hombros.
—No importa mucho lo que ella piense. Es mi novia y cuando llegue el momento, ella estará conmigo de un modo u otro. —Cogió uno de sus muchos libros y se lo tendió a Stefan—. ¿Has oído hablar de esta mierda?
Stefan empujó hacia abajo la pequeña punzada de placer al saber que la mujer no estaba tan encandilada con Jean-Claude como el hombre con ella. Tomó el libro, que había mirado un par de veces, sorprendido por el tema. Fingió ignorancia.
—¿Aura? ¿Qué se supone que es eso? Nunca he oído hablar de eso.
—¿Puedes creer esta mierda? ¿Ves los colores alrededor de los cuerpos de las personas? Gilipolleces de la Nueva Era, eso es lo que es. —Había tanta furia, tanta amargura en Jean-Claude, una rabia contenida que hizo que Stefan se preocupara un poco por primera vez sobre Judith.
—¿Tu mujer cree en esto? —le preguntó Stefan, manteniendo un vago desconcierto en su voz.
—Maldita sea si lo hace. Se lo toma muy en serio. He leído todo sobre ellos, pero nunca he conocido a una sola persona que crea en eso o que pueda ver los colores que rodean a la gente a parte de ella.
—Así que está un poco loca. —Stefan esbozó una sonrisa lasciva—. ¿No crees que su cuerpo compensa todo eso? Mantén su boca ocupada y no tendrás ningún problema. —Su nudo en el estómago se apretó. Sus entrañas le dolieron.
Jean-Claude le lanzó una mirada furiosa. Cogió el libro de la mano de Stefan y lo tiró contra la pared de la celda.
—No sé por qué esperaría que alguien como tú entendiera.
Stefan no quiere entender. Quería salir de esta celda maloliente, lejos del hombre cuya alma estaba podrida. No había piedad en este mundo. Nada de piel suave. Nada de ojos oscuros en los que un hombre podría perderse. Él ni siquiera era real, no más que una sombra oscura entrando y saliendo de lugares a los que otros llamaban hogar y dejando detrás muerte y caos. No sabía lo que era una casa y ya no le importaba. Había perdido su humanidad hacía mucho tiempo en lugares como este, rodeado de hombres corruptos que negociaban con carne humana y causaba estragos en el mundo por dinero.
Había estado en el negocio mucho tiempo, cuando empezó a fijarse en una mujer sólo porque ella era la única cosa que remotamente se parecía a la inocencia en una celda maloliente.
—Sabes, Bastille —comenzó Jean-Claude.
Stefan se puso en alerta. Por primera vez, Jean-Claude sonaba diferente. Estaban en el asunto de por qué el señor del crimen se había dignado a hablar con él acerca de su mujer. Jean-Claude había estado firmemente silencioso y no iba con él entablar una conversación amistosa, no importa lo mucho que podría querer hablar con alguien sobre Judith y las fotografías. Le había dado por conseguir algo.
Stefan se dio la vuelta, inclinó una cadera perezosamente contra la cama y levantó una ceja.
—¿Por qué no me matas? Sabías que ordené las palizas y los golpes.
Stefan mantuvo su expresión cuidadosamente en blanco. Se encogió de hombros.
—No hay dinero en ello. Quiero salir de aquí. Vine a hacer un trabajo y una vez que lo haga saldré.
La ceja de Jean-Claude se disparó.
—¿Un trabajo? –repitió.
—Relájate Rolex, tú no eres el objetivo. —Stefan permitió que una pequeña sonrisa asomara a sus ojos—. No voy a decir que no se me ocurrió una vez o dos, pero no hay porcentaje en ello.
—Pero me matarías si alguien te pagara por hacerlo.
—No somos exactamente amigos. —Esta vez la diversión alcanzó su voz.
—Te te subestimado —admitió Jean-Claude.
Stefan tomó nota con satisfacción que el señor del crimen se daba cuenta de lo cerca que había estado de la muerte. Todas las noches con Stefan acechando como una víbora letal a pocos metros de él.
—Todo el mundo lo hace. —Una vez más, Stefan no mostró rencor.
Jean-Claude estudió la cara llena de cicatrices.
—Me vendría bien un hombre como tú.
—No voy a estar por aquí. Estaré fuera por la mañana. —Stefan habló con absoluta confianza.
—¿Cómo?
Stefan se encogió de hombros y se quedó misteriosamente en silencio.
—¿Tienes un modo de escapar?
Oh, sí, había interés en la voz del señor del crimen. Quería salir. Una vez fuera, tendría el dinero para comprar una nueva identidad y cara. Stefan lo hacía todo el tiempo.
Stefan se apartó del hombre y se sentó en su cama, declarando en silencio que la conversación había terminado. Cuando fueran a cenar, encontrarían a un hombre muerto en su celda. Mientras sellaban la prisión, John Bastille se ausentaría y Jean-Claude Roux sabría que había una salida. Cuando un guardia se acercara a él para ayudarle a escapar en un par de semanas, saltaría sobre la oportunidad.
El prisionero, ya muerto en su celda, era un traidor ruso, uno en el tráfico de armas, pero era culpable de mucho más que eso. Trabajaba para Jean-Claude y era responsable de dar al señor del crimen la ubicación de uno de sus mejores ingenieros, Theodotus Solovyov, que había diseñado su sistema de defensa actual. El ataque a Solovyov había dejado el hermano de Stefan, Gavriil, con una lesión permanente y había puesto su vida en peligro.
Sin duda alguna, Gavriil, uno de los mejores agentes del gobierno había sido designado guardaespaldas de Solovyov. Había logrado, a pesar de las fuerzas superiores y estar desarmado, a pesar de haber sido apuñalado siete veces, evitar que secuestraran a Solovyov de y ahuyentó a los secuestradores, pero cogieron el microchip que Solovyov había cosido en su abrigo. Sólo Solovyov y su esposa habían sabido que el microchip había sido colocado allí. Solovyov había sido vendido por su propia esposa, y la misión de Gavriil había sido considerada un fracaso.
A un hombre como Gavriil Prakenskii no se le perdonaban los fracasos, ni se le retiraba con elegancia. Él simplemente se retiró. Gavriil logró escapar del hospital y desapareció. Nunca estaría a salvo de nuevo, no con el nombre Prakenskii. El único Prakenskii realmente a salvo era su hermano más joven, Ilya, que había sido preparado para ser agente de la Interpol. Había trabajado para un escuadrón de la muerte secreto durante un corto tiempo y sus servicios habían sido requeridos dentro y fuera, pero no había sido entregado a vivir en las sombras, como sus hermanos mayores.
Stefan había ayudado a escapar a Gavriil, llevándole a través de calles oscuras hasta el coche que esperaba para sacarlo de contrabando de Rusia. Había sido una fuga muy apurada y sin un médico, Gavriil habría muerto, pero ahora se había ido, con otra identidad, y Stefan dudaba si tendría la suerte de ver alguna vez a su hermano de nuevo. Una vez que supo por Gavriil que sólo Theodotus Solovyov y su esposa Elena, sabían sobre el microchip cosido en el abrigo, ambos supieron que había sido Elena la que vendió a su país.
Tan pronto como Gavriil estuvo fuera de peligro, Stefan siguió el rastro del dinero y encontró no sólo la culpabilidad de Elena, sino el vínculo con Jean-Claude La Roux. Elena murió después de dar el nombre de su amante. Su amante había abandonado al resto del escuadrón de la muerte antes de morir. Uno por uno, Stefan había cazado a todos los participantes que habían destruido la carrera de su hermano y puesto su vida en peligro, matando a todos a excepción del que estaba en la prisión francesa. Ese último detalle había sido atendido esa noche.
Stefan se acostó en su catre, haciendo caso omiso de la expresión de perplejidad de Jean-Claude. El hombre quería obtener más información y probablemente se lamentaba de haber establecido una relación tan complicada. Tuvo una inmensa satisfacción al saber que Jean-Claude iba a lamentar un montón de cosas, acabar con la carrera Gavriil no iba a ser la menor de ellas.