―Hermano, te presento al primo de Amelia, Michael, lord Weller y a su hermana Theresa. Michael, Tess, el coronel Bartholomew James.
    Él se limitó a asentir, sin apartar los ojos de la joven. Mirar fijamente a alguien era de mala educación, pero siguió haciéndolo de todos modos. Tenía el pelo del color de la mantequilla recién batida y aunque el recogido de tirabuzones era perfecto, habría preferido que lo llevara suelto. Parecía largo, tal vez le llegara por la cintura. Sus ojos también eran muy bonitos, de un verde grisáceo que le recordó al océano.
    ―Bartholomew.
    ―¿Qué? ―preguntó, apartando la vista de la muchacha para mirar a su hermano. 
    ―No nos has dicho en casa de qué amigo te estás alojando.
    ―No, no lo he hecho.
    La joven, Theresa, se sentó en el otro extremo de la mesa, lo más alejada posible de él. Bartholomew se dio cuenta de que la había asustado. Sólo había necesitado intercambiar una docena de palabras con ella y mirarla fijamente. Bueno, su aspecto general también debía de haber ayudado.
    ―Me enteré de la batalla en que luchó contra aquellos bandidos en la India ―comentó el otro primo, lord Weller, que había tomado asiento al lado de Violet. 
    ―Vaya, ¿de veras? ―El coronel dejó la copa sobre la mesa con un golpe seco y se inclinó hacia adelante―. ¿Y qué le dijeron exactamente?
    ―Yo... ―Michael se aclaró la garganta―. Oí que su unidad había luchado contra una banda de salteadores de caminos, los famosos estranguladores, y que usted fue el único superviviente.
    ―Bien, eso suena espléndido. ―Vació la botella en la copa―. Resulta que soy un maldito héroe. ―Resopló―. Quién lo iba a decir. 
    ―Lo que estás es borracho, maldita sea ―gruñó Stephen.
    ―Entonces, dejad de dirigirme la palabra. ¿Qué demonios tengo que hacer, empezar a tirar cosas? 
    Todo el mundo se quedó mirándolo. Bueno, todo el mundo no.
    ―Yo no habría tenido el valor de viajar a la India ―dijo Theresa Weller, con dulzura―. Y mucho menos de luchar con nadie allí.
    Bartholomew la fulminó con la mirada. ¿Compasión? Quería que se enfadaran con él y le dijeran que se marchara, maldita sea, no quería compasión.
    ―En ese caso, debemos dar gracias por que no admitan a crías en el ejército ―replicó él, con brusquedad. 
    ―Bartholomew ―le advirtió Stephen, con los dientes apretados. 
    La señorita Weller hizo un gesto con la mano, quitándole importancia. 
    ―No te preocupes, Stephen, no me he ofendido. En realidad, estoy totalmente de acuerdo con el coronel James.
    ―¿Ah, sí? ¿Está de acuerdo con el principio más básico de la guerra de los últimos mil años? Qué sorprendentemente trivial por su parte, señorita Weller. ―Aunque le costaba admitirlo, se sentía un tanto decepcionado. Pero hubiera sido demasiado pedir que la joven más bonita de la sala hubiera mostrado una pizca de sentido común.
    Theresa frunció el cejo durante un instante pero en seguida recuperó la sonrisa.
    ―Sin duda soy un objetivo mucho más asequible que un atacante armado, pero no le guardo rencor.
    ―Bien dicho, Tess ―intervino su hermano.
    ―Menuda decepción ―exclamó Bartholomew, en voz alta―. Ni uno solo de vosotros tiene lo que hay que tener. Qué vergüenza que una muchacha se vea obligada a darme conversación porque nadie tiene las narices de hacerlo. 
    ―Haga el favor de cuidar sus modales, coronel. ―La señorita Weller, que había vuelto a fruncir el cejo, se levantó―. No hace ninguna falta hablar así.
    «¡Por fin!» 
    ―Me importa una mierda lo que piense.
    Theresa dio un golpe en la mesa. 
    ―Oh, sí, estamos todos muy asustados ―dijo Theresa Weller, con el cejo tan fruncido que sus finas cejas formaban una única línea―. ¿No se nota?