Él alcanzó una camisa de seda inmaculadamente blanca, claramente suya, y, con los ojos sosteniendo los de ella, amablemente se la puso, tratándola como si fuera una frágil muñeca de porcelana. Ambos fingieron que el acto era impersonal, pero había algo en su tacto, alguna cualidad en su mirada que sólo podía ser descrita como posesiva.
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