Etruria, 240 a.c, Caisiri.
Dos días eternos pasaron antes de que algo encontrase a Mantus. Dos días en los cuales su boca intento rugir el hambre, la sed. Dos días en los cuales de sus ojos no brotó ni una sola lagrima. Dos días en los cuales de la sima profunda no emergió sonido alguno.
Dos días que pasaron como una eternidad para Mantus. Como si en esos dos únicos días se hubiera convertido de un recién nacido a un hombre viejo. Sus ojos. Su piel arrugada. Los miembros temblorosos.
Un anciano con cuerpo de bebe. Unos ojos de bebe con la visión de una larga vida a sus espaldas.
El corazón de Mantus, aun joven, comenzó a fallar en el pequeño pecho. Los latidos se ralentizaron. El bombeó de la sangre se hizo mas lento y pausado.
Se estaba muriendo. Lánguidamente. El hambre y la sed, habían pasado a un segundo plano. El cuerpo del bebe carecía de las suficientes fuerzas para luchar. Y la vida dejaba a Mantus en sus pocos dos días de existencia, en un sueño estático.
Un largo sueño perpetuo.
Y Mantus, en su pequeña cabeza, se preguntó: ¿A dónde iban los bebes como él, una vez muertos? ¿Sin madre? ¿Sin un padre amoroso? ¿Cuándo su familia lo había descartado como un trozo de carne podrido?
Nadie respondió.
Los ojos negros-sangre comenzaron a cerrarse. El bebe se dejaba ir. Una ola espesa y caliente lo inundo. La muerte era dulce y atenta. Casi amante. Acogedora.
No había temor. Ni dolor.
Un susurro cálido que flotó alrededor del cuerpo de Mantus. Y la sensación fue como estar en el hogar del cual le habían arrancado.
Hogar. Familia. Amor.
Tres términos desconocidos para Mantus.
Una voz le llamó desde el cielo estrellado de Etruria. Una voz que habló el lenguaje de un bebe, porque Mantus entendió cada palabra.
“No me temas…no es tu hora, pequeño. Soy tu destino”
Del techo cuajado, unos ojos rojos miraron a Mantus. Una enorme loba le observaba con las fauces abiertas.
Y Mantus, no temió. ¿Cómo iba a temer a un ser que tenia sus mismos ojos? Sonrió y elevó las manos hacia el animal.
La loba se arrastraba por la pared de la sima de forma cuidadosa y lenta. Las paredes terrosas se desprendían como si llorasen la pérdida de Mantus.
La primera lengüetada limpió la suciedad de la cara del bebe. La boca del animal cogió con delicadeza una pierna de Mantus y le arrastró fuera de la sima.
Mantus miró a la loba que se tumbaba alrededor suyo. El olor a leche suscitó una necesidad que no sabía como aplacar y que la loba si supo, moviendo su cuerpo y vientre y acercando un grueso pezón a la boca de Mantus.
Chupó de la teta. Y se alimentó.
La lengua rugosa de la loba limpiaba el cuerpo del bebe, le daba calor.
Por fin, Mantus conoció al primer ser en su corta vida; al primer ser que le dio amor, cobijo, alimento, calor. Una madre.
Y la voz volvió a oírse: Sobrevive.