Amor, violencia y pantaletas
El sábado estaban esperándola. Sólo les faltó armar una platea. Sacaron el juego de té de la abuela y mi tía sacrificó su variedad de té que tiene escondida en alguna parte para ocasiones especiales. También llamaron a Rocha y le contaron a media familia que "¡Sergio al fin tiene novia y viene hoy!". Cuando llegó estaban las tres en actitud perruna cerca de las ventanas. Me dio un poco de pena por ella, pero poquito, tampoco tanto, después de la presentación del padre me la debía con intereses.
Cuando paró el auto frente a casa salí a recibirla y vino a mis brazos como si hiciera años que no me viera. Por supuesto la primera en presentarse fue la perra, mi perra Isis es una cruza con siberiano (la mamá era siberiana y el padre, todos los perros del barrio más algún gato) y es zarca, con un ojo celeste y el otro marrón. Es bella y simpática, tan simpática que cuando llegas te salta encima y es capaz de lamerte hasta la frente, literalmente. Dado que a Ana le gustan los animales tanto como a mí estuvo feliz de abrazarla, dejarse abrazar y participar activamente en la fiesta de bienvenida.
Cuando entramos fueron lo suficientemente vivas para hacerse las disimuladas y pretender que estaban haciendo algo y no chusmiando todo lo que pasaba del otro lado de la puerta, la única caradura fue mi prima que se quedó ahí donde estaba. Las otras dos llegaron desde el fondo haciéndose las mensas y las presenté de a una. Mi tía se fue a hacer té y yo con las pretensiones de colgar el abrigo cobré los intereses dejándola sola con mi madre y mi prima en el living. Pensé que iba a doler, pero no, cuando volví estaban las tres excesivamente sonrientes y mi tía venía llegando con el té. Conversaron, se rieron y tomaron té. Ella hizo su magia y desplegó todas sus plumitas, al cabo de una hora ya no se sabía quién estaba más enamorado de mi novia, si yo o ellas.
Se fue con la invitación radiante de mi madre de volver cuando quisiera y lo cumplió.
Como era de esperarse después de tan exitoso show quedaron fascinadas. Traje a casa una niña con la dosis perfecta de inocencia, de finos modales, de buena familia y educación impecable. Ya está, la adoptaron y no querían dejarla ir. Mamá me pasó un discurso de cómo comportarme con esa niña tan bonita, respetarla y todo lo que no quería enterarse que yo osara hacerle. Las mujeres de mi casa no me defienden, definitivamente.
Empezó a pasarse por casa cada vez más seguido y eventualmente empezó a quedarse a dormir conmigo, y digo dormir en el expreso sentido de la palabra, dormir abrazados, ninguna epistemología aunque sí algún estudio de anatomía. Yo estaba caminando sobre las nubes, iba tan livianito que volaba, iba con ella de la mano con las plumas todas erizadas y sacando pecho. Cuando alguien se arrimaba era un perro, enseñando los dientes y amedrentando por cualquier medio cualquier amenaza. Llegué al ranking sostenido de embocar uno al mes hasta que los amiguitos fueron aprendiendo a no pasarse de confianza de palabras ni manos.
El primer acontecimiento memorable fue un día que dejó unas pantaletas en mi cajón, con mis zoncillos. Era blanca, con un moñito de cintita delante y unos festoncitos en los bordes. Tan chiquita, tan linda, tan desubicada en mi cajón. Lo abría de a ratos para verla y regodearme, me hacía feliz esa pequeña prendecita de tela, pedacito de ella que me dejó ahí. Mía, mía. Ella y sus calzoncitos chiquitos, suavecitos, tan femeninos, tan desubicados en mi cajón.
En algún momento comenzaron a entrar entre mis preocupaciones lavar la ropa, planchar, limpiar la cocina, hacerle la lechita, despertarla con el desayuno. Es divina y no se puede decir que no intentara ayudarme pero haciendo las tareas domésticas era un penal. Me preocupaba que comiera, que durmiera y que estuviera cómoda a mi alrededor para que se quedara y no se fuera. Me acostumbré a la camita calentita en la noche, al perfume de su piel en mi almohada, a acomodar mi cuerpo alrededor del de ella en la noche. La respiración cuando estaba dormida. Una cantidad de pequeños detalles que hacían mis delicias cuando ella estaba en casa, tanto así que cuando no estaba no podía dormir y hacía chorradas como no lavar las sábanas para conservar el olor, que me calmaba, me tranquilizaba y me hacía sentir en casa.
Llegaron las conversaciones sobre compromiso, hijos, casamiento, la vida juntos. Entré en pánico y quería salir huyendo. No quería nada con compromiso, mucho menos casamiento y menos que menos hijos. Una locura total. Para eso hay que recibirse, hay que conseguir trabajo, ahorrar, tener casa. No, no no. ¡No! ¡Pesadilla! ¡Pánico! Es una soga al cuello, me ahogo. Pero soy tan adicto a esto, cualquier cosa antes de perderla. Así lentamente me fui acostumbrando a la idea de lo que se venía y una noche me arrancó la promesa del compromiso en cuanto me recibiera de analista y tuviera un trabajo con el que pagar por mis propios medios un anillo que estuviera a su altura.