-Puedo vivir en un barco pequeño, sin ninguna privacidad durante siete largos días, con el sol convirtiéndome en una chica langosta y con los mosquitos dándose un festín, de verdad que puedo -informó Riley Parker a su madre-. Pero te juro que, si oigo una queja más o insinuaciones sexuales desagradables del señor-estoy-tan-bueno-que-todas-las-mujeres-deberían-inclinarse-ante-mí, voy a tirar al idiota por la borda. Que esté lamiéndose los labios constantemente y diciendo que le gusta la idea de madre e hija me da escalofríos.
Riley lanzó una mirada de odio puro a Don Weston, el idiota molesto en cuestión. Había conocido a un montón de cerdos narcisistas mientras obtenía su doctorado en lingüística y, unos poco más entre los profesores de la Universidad de California en Berkeley, donde ahora enseñaba, pero él se llevaba la palma. Era un gran bruto, con hombros anchos, un pecho de barril y una actitud de superioridad que irritaba a Riley. Aunque ella ya no estaba tan nerviosa, la presencia de ese hombre horrible la ponía de esa manera. Peor, su madre estaba muy frágil en este momento por lo que Riley era muy protectora con ella y esas constantes insinuaciones sexuales y chistes sucios alrededor de su madre le daban ganas de tirarle por la borda.
Annabel Parker, una renombrada horticultora famosa por sus esfuerzos por restablecer miles de hectáreas de selva tropical brasileña perdidas a causa de la deforestación, miró a su hija, los ojos color marrón oscuro estaban brillantes y la boca se le retorcía, obviamente, con ganas de sonreír.
-Desafortunadamente, cariño, estamos en territorio de pirañas.
-Ese es el punto, mamá. -Riley echó otra mirada maliciosa en dirección de Weston.
El único beneficio de la presencia del hombre horrible era que planear su muerte le daba algo en qué concentrarse que no fueran los escalofríos que poco a poco se extendían por su cuerpo y que hacían que el vello de la nuca se le erizara.
Ella y su madre hacían este mismo viaje por el Amazonas, una vez cada cinco años, pero este año desde el momento que habían llegado a la aldea para encontrar a su guía habitual enfermo, Riley sentía como si una nube negra se cerniera sobre el viaje. Incluso ahora, un peso extraño, un aura de peligro, parecía estar siguiéndoles por el río. Se había esforzado por encogerse de hombros, pero la terrible sensación persistió, un peso presionando sobre ella, escalofríos arrastrándose por la espalda y sospechas horribles que la mantenían despierta por las noches.
-Tal vez podría cortarle accidentalmente la mano mientras le tiro –continuó con una sonrisa oscura. Sus estudiantes podrían haber advertido al hombre que tuviera cuidado cuando sonreía de esa manera. Nunca era un buen presagio. La sonrisa se desvaneció un poco cuando miró al agua turbia y vio los peces plateados alrededor del barco. ¿Le estaban jugando malas pasadas sus ojos? Casi parecía como si las pirañas estuvieran siguiendo al barco. Pero, las pirañas no hacían eso. Se ocupaban de sus asuntos.
Echó una mirada al guía que murmuraba con los dos porteadores, Raúl y Capa, ignorando sus cargas, muy lejos de los familiares aldeanos que por lo general les llevaban río arriba. Los tres parecían inquietos mientras estudiaban continuamente el agua. Ellos también parecían un poco más alarmados de lo habitual por estar rodeados por un enjambre de peces comedores de carne. Ella estaba haciendo el tonto. Había hecho este mismo viaje muchas veces, sin asustarse por la fauna local. Su imaginación estaba trabajando horas extras. Las pirañas parecían seguir rodeando el barco, pero no podía ver ni un destello de plata en las aguas que rodeaban al barco que traqueteaba delante de ellos.
-Niño implacable –regañó Annabel regañó con una pequeña sonrisa, atrayendo la atención de Riley de nuevo a la presencia molesta de Don Weston.
-Así es como nos mira -se quejó Riley. La humedad era tan alta que cada camisa que llevaba se pegaba a ella como una segunda piel. Tenía curvas llenas y no había modo de esconderlas. No se atrevía a levantar sus manos para apartarse el pelo espeso trenzado de la parte posterior del cuello o de lo contrario creería que ella le provocaba deliberadamente-. De verdad, de verdad que me gustaría golpear a ese patán. Se queda mirando mis pechos como si nunca hubiera visto un par, lo que ya es bastante malo, pero cuando mira fijamente los tuyos…
-Tal vez nunca ha visto pechos, querida -dijo Anabel en voz baja.
Riley trató de sofocar una carcajada. Su madre podía arruinar un perfecto buen enfado con su sentido del humor.
-Bueno, si no lo ha hecho, es por una buena razón. Es repugnante.
Detrás de ellos, Don Weston se dio una palmada en el cuello y susurró enojado.
-Malditos insectos. Mack, ¿donde demonios está el repelente de insectos?
Riley suprimió el poner los ojos en blanco. En lo que a ella se refería, Don Weston y los otros dos ingenieros eran unos mentirosos, bien, al menos dos de los tres. Afirmaban que sabían lo que estaban haciendo en el bosque, pero estaba claro que ni Weston, ni Mack Shelton, su constante compañero, tenían la menor idea. Ella y su madre habían tratado de contarles, tanto a Weston y como a sus amigos que su precioso repelente de insectos no serviría de nada. Los hombres estaban sudando profusamente, lo que eliminaba el repelente tan rápido como lo aplicaban y les dejaba pegajosos y con comezón. Rascarse solo agravaba la comezón así como invitaba a la infección. La más pequeña herida podía infectarse rápidamente en la selva.
El colega y amigo de Weston, Mack Shelton, un hombre compacto con piel como de caoba quemada y músculos ondulantes se dio un manotazo en su propio cuello y luego en el pecho, murmurando obscenidades.
-Lo arrojaste por la borda, bastardo, después de agotarlo.
Shelton era un poco más amigable que los otros dos ingenieros y no tan detestable como Weston, pero en vez de hacer que Riley se sintiera más segura, su proximidad en realidad hacía que le picara la piel. Tal vez era porque la sonrisa nunca le alcanzaba los ojos. Y porque lo veía todo y a todos a bordo. Riley tenía la sensación de que Weston subestimaba el otro hombre. Era evidente que Weston se creía a cargo de su expedición minera, pero nadie iba a dar órdenes a Shelton.
-Nunca deberíamos habernos unidos a ellos -murmuró Riley a su madre, manteniendo la voz baja. Normalmente, Riley y su madre hacían el viaje al volcán solas, pero cuando llegaron a la aldea, se encontraron con su guía habitual demasiado enfermo como para viajar. Solas en el medio del Amazonas, sin un guía que las acompañara a su destino, ella y su madre decidieron formar equipo con otros tres grupos que viajaban río arriba.
Weston y sus dos compañeros ingenieros de minas habían estado en la aldea preparando un viaje hasta el borde de los Andes en Perú, en busca de posibles nuevas minas para la empresa que trabajaban. Dos hombres investigaban una planta supuestamente extinta habían llegado de Europa en busca de un guía para subir la montaña de los Andes. Un arqueólogo y sus dos estudiantes de posgrado se dirigían a los Andes en busca de una ciudad perdida de la gente de las s, los Chachapoyas. Todos ellos habían decidido poner en común sus recursos y viajar río arriba juntos. La idea pareció lógica en ese momento, pero ahora, tras una semana de viaje, Riley se arrepentía amargamente de la decisión.
Dos de las guías, el arqueólogo y sus estudiantes, y tres porteadores del barco estaban en el barco que iba delante de ellos con una buena cantidad de los suministros. Annabel, Riley, los investigadores y los tres ingenieros de minas estaban en el segundo barco con un guía, Pedro y dos porteadores, Capa y Raúl.
Atrapada en el barco con siete extraños, Riley no se sentía segura. Deseaba estar ya a medio camino montaña arriba, donde el plan era ir por caminos separados, cada uno con su propio guía.
Annabel se encogió de hombros.
-Es un demasiado tarde para lamentarlo. Tomamos la decisión de viajar juntos y estamos pegadas a estas personas. Lo haremos lo mejor posible.
Esa era su madre, siempre la calma en medio de la tormenta. Riley no era psíquica, pero no necesitaba serlo para predecir que se avecinaban problemas. Esa sensación crecía con cada hora que pasaba. Miró a su madre. Como de costumbre, parecía serena. Riley se sentía un poco tonta de decir en voz alta que estaba preocupado cuando Annabel tenía tantas otras cosas en su mente.
Todavía discutiendo sobre el repelente de insectos tirado, Weston le enseñó el dedo a Shelton.
-La lata estaba vacía. Tiene que haber más.
-No estaba vacía –corrigió Shelton con disgusto en su voz-. Sólo querías tirar algo a ese caimán.
-Y tu puntería fue tan malo como tu boca -intervino el tercer ingeniero, Ben Charger.
Ben era el más tranquilo del grupo. Nunca dejaba de mirar a su alrededor con ojos inquietos. Riley no se había formado ninguna opinión sobre él. De los tres, él era quien tenía el aspecto más ordinario. De estatura media, peso medio, un rostro que nadie notaba. Se mezclaba y tal vez eso la hacía sentirse incómoda. Nada en él destacaba. Se movía en silencio y parecía aparecer de la nada, veía todo y a todos, como si estuviera esperando problemas. Ella no creía que fuera socio de Weston y Shelton. Los otros dos encajaban juntos y, obviamente, se conocían desde hace algún tiempo. Charger parecía ser un solitario. Riley ni siquiera estaba segura de si le gustaban cualquiera de los otros dos hombres.
Sobre la orilla izquierda, sus ojos captaron una nube blanca, moviendo rápidamente, a veces iridiscente, a veces de color perlado cuando la nube se retorcía, formando un manto de insectos vivos.
-Que te jodan, Charger -espetó Weston.
-Vigila tu boca -aconsejó Charger, con voz muy baja.
Weston dio un paso atrás y su rostro palideció un poco. Echó un vistazo por el barco, su mirada se demoró en Riley, a quien atrapó mirándole.
-¿Por qué no vienes aquí, o mejor aún, que mami venga aquí y me lama el sudor? Tal vez eso ayude. -Extendió la lengua hacia ella, probablemente con la esperanza de parecer sexy, pero consiguió llenarse la boca de insectos y terminó tosiendo y jurando.
Por un terrible momento, cuando llamó a su madre “mami” e hizo su grosera sugerencia, pensó que podría arrojarse sobre él y empujarle por la borda, pero luego, con la risita de su madre, su ira se fue, su desafortunado sentido del humor haciendo efecto. Se echó a reír.
-¿En serio? ¿Eres realmente tan arrogante que no sabes que prefiero lamer el sudor de un mono? Eres tan grosero.
Por el rabillo del ojo, vio la nube nacarada de insectos cada vez más cerca, cada vez más grande mientras avanzaban en formación sobre el agua. El estómago le dio un tirón de miedo. Forzó el aire a través de sus pulmones. No era de las que se asusta con facilidad, ni siquiera de niña.
Weston la miró de reojo.
-Puedo ver cuando una mujer me desea y nena, no puedes quitarme los ojos de encima. ¿Mira tu ropa? Te estás exhibiendo para mí. –Sacó la lengua de nuevo pareciendo una serpiente.
-Déjala en paz, Weston -espetó Jubal Sanders, con impaciencia en su voz-. ¿No te cansas del sonido de tu voz?
Uno de los dos hombres que investigaban plantas, Jubal no parecía ser un hombre que pasara mucho tiempo en un laboratorio. Parecía muy en forma y no había duda de que era un hombre acostumbrado a una vida dura y al aire libre. Se comportaba con absoluta confianza y se movía como un hombre que arreglárselas solo.
Su compañero de viaje, Gary Jansen, parecía ser más la parte de rata de laboratorio, más bajo y delgado, aunque musculoso por lo que Riley había observado. Era muy fuerte. Llevaba unas gafas de lectura con el borde negro, pero parecía tan hábil al aire libre como Jubal. Los dos se mantenían aparte desde el comienzo del viaje, pero alrededor del cuarto día, Jubal empezó a ser un poco protector con las mujeres, permaneciendo cerca cada vez que los ingenieros estaban alrededor. Hablaba poco, pero no se pierda nada.
A pesar de alguna otra mujer podría haberse sentido halagado por su protección, Riley no iba a confiar en un hombre que supuestamente vivió su vida en un laboratorio, pero se movía con la fluida gracia de un luchador. Estaba claro que tanto él como Gary llevaban armas. Estaban tramando algo, y lo que fuera, Riley y su madre ya tenían suficientes problemas sin necesidad de involucrarse en los de cualquier otro.
-No seas un héroe -replicó Weston a Jubal-, no vas a conseguir a la chica. –Le guiñó el ojo a Riley-. Ella está buscando un hombre de verdad.
Riley sintió otra pequeña oleada de ira y se giró para fulminar a Weston, pero su madre le puso una mano suave, de restricción en la muñeca y acercó la cabeza para susurrar.
-No te preocupes, cariño. Se siente como un pez fuera del agua por aquí.
Riley respiró. A estas alturas, no iba a recurrir a la violencia por el acoso sexual, sin importar lo gilipollas que fuera el hombre. Podía ignorar a Don Weston hasta que tomaran caminos separados.
-Pensé que se suponía que era más experimentado -contestó Riley a su madre, con voz igual de suave-. Dicen ser ingenieros de minas que han viajado incontables veces a los Andes, pero apuesto a que sobrevolaron los picos y lo llamaron ir a la selva. Es probable que no tengan nada que ver con la minería.
Su madre le dio un rápido movimiento de asentimiento, el calor iluminó esos ojos.
-Si creen que esto es malo, espera a que lleguemos a la selva. Van a caerse de sus hamacas y olvidar comprobar todas las mañanas si se han arrastrado en sus botas insectos venenosos.
Riley no pudo evitar sonreír ante la idea. Se suponía que los tres ingenieros trabajaban para una empresa privada que buscaba posibles minas ricas en minerales en los Andes. Ella no podía ver que ninguno de ellos estuviera muy versado en andar por la selva y se aseguraban de no respetar mucho a sus guías. Los tres se quejaban, pero Weston era el peor y el más ofensivo con sus constantes insinuaciones sexuales. Pasaba mucho tiempo dando órdenes a los guías y porteadores como si fueran sirvientes cuando no se estaba quejando o mirándolas de reojo a ella y a su madre.
-Yo te crié lejos de aquí, Riley. Los hombres de algunos países tienen una filosofía diferente hacia las mujeres. No nos consideran sus iguales. Está claro que él ha sido educado para creer que las mujeres son objetos y como hemos venido solas, sin ser acompañadas por una docena de miembros de la familia, cree que somos fáciles. -Annabel se encogió de hombros, pero el débil humor se desvaneció y sus ojos oscuros se volvieron sombríos-. Mantén la daga cerca, cariño, sólo para estar segura. Sabes cómo arreglártelas.
Riley se estremeció. Era la primera vez que Anabel había indicado que pensaba que algo andaba mal. Eso pasó las nociones imaginarias de Riley de la parte ridícula directamente al reino de la realidad. Su madre siempre era tranquila, siempre práctica. Si pensaba que algo estaba mal, entonces lo estaba.
Se oyó un pájaro sobre la selva en la orilla del río, el ruido viaja con claridad a través del agua. Para aligerar el repentino estado de ánimo de su madre, Riley hizo bocina con las manos alrededor de la boca y repitió la llamada. No consiguió la risa encantada que había esperado, pero su madre sonrió y le acarició la mano.
-Es totalmente extraño cómo puedes hacer eso. -Don Weston había dejado de aplastar bichos y ahora la miraba como si fuera algún espectáculo de feria-. ¿Puedes imitar cualquier cosa?
A pesar de su disgusto por el hombre, Riley se encogió de hombros.
-La mayoría de las cosas. Algunas personas tienen memoria fotográfica que les permiten recordar todo lo que ven o leen. Yo llamo a lo que tengo memoria "fonográfica". Puedo recordar y repetir prácticamente cualquier sonido que oigo. Esa es una de las razones por las que entré en lingüística.
-Ese es una gran talento. -Comentó Gary Jansen.
-¿A que si? -Annabel deslizó un brazo alrededor de la cintura de Riley-. Cuando era pequeña, solía imitar a los grillos dentro de la casa sólo para ver cómo me volvía loca tratando de encontrarlos. Y que el cielo ayudara a su padre si se olvidaba y usaba un lenguaje que no debía en frente de ella. Podía repetirlo perfectamente, hasta en el tono de su voz .
El corazón de Riley cayó ante el dolor y el amor en el tono de su madre. Forzó una risita.
-También era buena imitando a mis maestros, a los que no tenía mucha simpatía –confesó con una pequeña sonrisa traviesa-. Podía llamar desde la escuela y contarle a mamá la maravillosa estudiante que era. -Ahora su madre se rió, y el sonido lleno a Riley de alivio.
Para Riley, Annabel era hermosa. De mediana estatura, delgada, con oscuro cabello ondulado y ojos más oscuros, su impecable piel hablaba de su origen español y su sonrisa hacía que todos a su alrededor tuvieran ganas de sonreír. Riley era mucho más alta, con huesos largos, cabello negro azulado que crecía casi día sin importar cuántas veces se lo cortara. Era muy curvilínea, con pómulos altos y piel pálida, casi traslúcida. Sus ojos eran grandes y de un color casi imposible de definir, verde, marrón, oro florentino. Su madre siempre decía que era un recuerdo de un antepasado muerto hace mucho tiempo.
Que ella supiera, su madre nunca había estado enferma ni un día de su vida. No tenía arrugas y Riley nunca había visto un solo pelo gris en su cabeza. Pero ahora, por primera vez, Riley vio la vulnerabilidad en los ojos de su madre y fue tan inquietante como el crepitar en el aire, indicando la tormenta que se avecinaba. El padre de Riley había muerto hacía apenas dos semanas, y en su familia, marido y mujer rara vez vivían mucho tiempo el uno sin el otro. Riley estaba decidida a quedarse cerca de su madre. Ya podía sentir cómo se alejaba, cada día más abatida, pero Riley estaba decidida a no perderla. No por la pena, y no por lo que les estaba cazando en este viaje.
Esa mañana temprano había visto el final del río principal, los dos barcos viajaban ahora por un afluente hacia su destino. En las aguas atestadas de cañas, los siempre presentes insectos estaban empeorando por momentos. Las nubes de insectos los asaltaban continuamente. Más se precipitaban hacia el barco, como si olieran sangre fresca. Weston y Shelton entraron en un frenesí de maldiciones y de palmadas en la piel expuesta, aunque recordaron mantener la boca bien cerrada después de comerse un puñado de insectos. Ben Charger y los dos botánicos soportaban con estoicismo los insectos, siguiendo el ejemplo dado por su guía y porteadores.
La gente de la aldea de su grupo no se molestaba en aplastar los insectos mientras la nube nacarada descendía en masa. Riley podía ver el barco de delante, estaban incluso más cerca de la orilla, sin embargo, por lo que podía decir, los insectos no atacaban a nadie a bordo. Detrás de ella, Annabel dejó escapar un leve grito asustado. Riley se dio la vuelta para encontrar a su madre completamente envuelta en la nube de insectos. Habían abandonado a todo el mundo y cada centímetro del cuerpo de Annabel estaba cubierto con lo que parecían ser pequeñas escamas de nieve en movimiento.
La Manta Blanca. Mosquitos diminutos. Riley nunca los había investigado, pero sin duda había sentido sus picaduras. Ardían como fuego y después, la comezón te volvía loco. Una vez que te rascabas y se abrían las heridas, los pequeños mordiscos se convertían en una invitación para la infección. Arrastró una manta de la silla de abordo y la arrojó encima de su madre, tratando de aplastar a los pequeños insectos mientras empujaba a su madre al suelo del barco, haciéndola rodar como si estuviera apagando un fuego.
-Quítasela –gritó Gary Jansen-. Así no conseguirás quitárselos.
Se agachó junto a Annabel y tiró de la manta. Annabel rodó hacia atrás y adelante, con las manos cubriéndose el rostro, los insectos pegados a cada pedacito de piel expuesta, aferrándose a su cabello y ropa. Muchos fueron aplastados por los esfuerzos de Riley. Siguió aplastándolos tratando de salvar a su madre de más picaduras.
Jubal cogió un cubo de agua y la arrojó sobre Annabel, arrastrando a los insectos. Los porteadores añadieron cubos de agua, empapándola una y otra vez, mientras Gary, Jubal y Riley quitaban los insectos empapados con la manta. Finalmente, Ben se agachó junto a ella y la ayudó a quitárselos de la piel.
Annabel se estremeció violentamente, pero no emitió ningún sonido. Su piel se volvió de un color rojo brillante, mientras un millar de pequeños mordiscos crecía hasta convertirse en ampollas de fuego. Gary hurgó en la mochila que llevaba y sacó un pequeño frasco. Comenzó mojar las picaduras con un líquido claro. No era un trabajo pequeño, ya que había muchas. Jubal le sujetó los brazos para que no pudiera rascarse la comezón enloquecedora que se extendía como olas a través de su cuerpo.
Riley apretó la mano de su madre con fuerza, murmurando tonterías. Sus sospechas anteriores volvieron con fuerza a la vida. Los mosquitos diminutos había ido directamente a por su madre. No había nadie más sintonizado con la selva tropical que Annabel. Las plantas crecían abundantes y exuberantes a su alrededor. Ella les susurraba y ellas parecían susurrarle en respuesta, abrazándola como si fuera la Madre Tierra. Cuando su madre entraban por el patio trasero de su casa en California, Riley estaba segura que podía ver cómo las plantas creían justo delante de ella. Para que la selva empezara a atacarla, algo estaba terriblemente mal.
Annabel se agarró a la mano de Riley con fuerza mientras los dos investigadores la levantaban y la ayudaban a ir hacia el área de dormir, convertido en un lugar privado por las sábanas y la red colgada de cuerdas finas.
-Gracias -dijo Riley a los dos hombres. Era muy consciente del silencio de asombro en la cubierta. Ella no había sido la único en notar que los bichos blancos habían atacado a su madre y a nadie más tras el enjambre inicial. Incluso los arrojados de su cuerpo habían luchado por arrastrarse de vuelta hacia ella como si estuvieran programados para hacerlo.
-Utiliza esta en las picaduras -dijo Gary Jansen-. Puedo hacer un poco más una vez que estamos en la selva si lo termina. La calmará.
Riley tomó el frasco. Los dos hombres intercambiaron una mirada por encima de su cabeza y su corazón saltó. Ellos sabían algo. Esa mirada había sido significativa. Profunda. Saboreó el miedo en la boca y rápidamente desvió la mirada, asintiendo con la cabeza.
Annabel intentó una medio sonrisa y murmuró su agradecimiento mientras los dos hombres se giraban para irse, dando privacidad a las mujeres par encontrar las picaduras debajo de la ropa.
-Mamá, ¿estás bien? -Preguntó Riley, en el momento que se quedaron solas.
Annabel le apretó la mano con fuerza.
-Escúchame, Riley. No hagas preguntas. No importa lo que pase, incluso si algo me pasa a mí, debes llegar a la montaña y completar el ritual. Conoces cada palabra, cada movimiento. Realiza el ritual tal y como te he enseñado. Sentirás el movimiento de tierra a través de ti y…
-Nada va a pasarte, mamá -protestó Riley. El miedo estaba cediendo al puro terror. Los ojos de su madre reflejaban cierta confusión interna, algún conocimiento interior de un peligro que sabía que Riley no notaba, más una vulnerabilidad terrible que nunca había estado allí antes. Ninguna de las parejas casadas de su familia había sobrevivido mucho a la pérdida de un cónyuge, pero Riley estaba decidida a que su madre fuera la excepción. Había estado observando a su madre como un halcón desde que su padre, Daniel Parker, murió en el hospital después de un ataque al corazón. Annabel había estado llorando, pero no había parecido desanimado o fatalista hasta ahora.
-Deja de hablar así, me estás asustando.
Annabel luchó por sentarse.
-Te estoy dando la información necesaria, Riley. Como mi madre me lo dio. Y su madre antes que ella. Si no puedo llegar a la montaña, la carga recae sobre ti. Eres parte de un antiguo linaje y se nos ha dado un deber que ha pasado de madres a hijas durante siglos. Mi madre me llevó a esa montaña, como su madre la llevó a ella. Yo te he llevado. Eres una criatura del bosque nublado, Riley, nacida allí como yo. inhalaste tu primer aliento en esa montaña. Lo tomaste en tus pulmones y, con él, la selva y todo lo que viene con las cosas vivas que crecen.
Annabel se estremeció de nuevo y cogió el frasco de manos de Riley. Con manos temblorosas, se quitó la camisa para revelar diminutos mosquitos que se aferraban a su estómago, apartándolos con dedos temblorosos. Riley tomó el frasco y comenzó a untar el gel relajante sobre las picaduras.
-Cuando mi madre me contó esas cosas, pensé que estaba siendo dramática y me burlé d ella -continuó Annabel-. Oh, no a la cara, por supuesto, pero pensé que era antigua y supersticioso. Yo había oído las historias de las montañas. Vivíamos en Perú y algunas de las personas mayores de nuestro pueblo todavía susurraban sobre el gran mal que llegó antes de los Incas y que no pudo ser expulsado, ni siquiera por sus guerreros más feroces. Historias. Historias terribles y aterradoras transmitidas por generaciones. Pensé que las historias se habían transmitido sobre todo para asustar a los niños y evitar que vagaran demasiado lejos de la protección de la aldea, pero lo supe después de que muriera mi madre. Hay algo ahí, Riley, en la montaña. Algo malo, y es nuestro trabajo contenerlo.
Riley quería creer que su madre estaba loca de dolor, pero sus ojos eran nítidos, es más, asustados. Annabel creía cada palabra que decía y su madre no era dada a dejar volar la fantasía. Más para tranquilizar a su madre que porque creyera la tontería sobre algún mal atrapado dentro de una montaña, Riley asintió con la cabeza.
-Vas a estar bien –aseguró-. Hemos sido mordidas por la Manta Blanca en viajes anteriores. No son venenosos. Nada va a pasarte, mamá. -Tenía que decir las palabras en voz alta, necesitaba que fueran verdad-. Esto fue sólo un suceso extraño. Sabemos que puede suceder cualquier cosa en la selva tropical.
-No Riley. -Annabel tomó la mano de su hija y la apretó con fuerza-. Todos los retrasos... todos los problemas desde que llegamos, algo está pasando. El mal de la montaña está tratando deliberadamente de frenarnos. Está cerca de la superficie y está orquestando los accidentes y enfermedades. Tenemos que ser realistas, Riley. -Su cuerpo se estremeció de nuevo.
Riley rebuscó en su mochila y sacó un paquete de píldoras.
-Los antihistamínicos, mamá, toma un par. Es probable que te duermas, pero al menos la comezón se detendrá por un tiempo.
Annabel asintió con la cabeza y se tragó las píldoras con agua.
-No te fíes de nadie, Riley. Cualquiera de estas personas puede ser nuestro enemigo. Tan pronto como sea posible, debemos seguir nuestro propio camino.
Riley se mordió el labio, absteniéndose de decir nada en absoluto. Necesitaba tiempo para pensar. Tenía veinticinco años y había estado en los Andes en cuatro ocasiones sin incluir cuando nació en el bosque nublado. Este era el quinto viaje que ella recordara. La caminata por el bosque había sido agotadora, pero nunca se había sentido aterrorizada como ahora. Era demasiado tarde para echarse atrás y por lo que decía su madre, no era una opción. Tenía que dejar que su madre descansara y luego tenían que hablar. Tenía que aprender mucho más sobre el por qué de su viaje a los Andes.
Dejó caer la sábana tan pronto como su madre pareció estar quedándose dormida y fue a la cubierta. Raúl, el porteador, la miró y apartó rápidamente la mirada, claramente incómodo con la presencia de las mujeres. Se le puso piel de gallina en los brazos. Se los frotó y se giró para caminar a lo largo de la barandilla para tratar de poner distancia entre ella y el resto de los pasajeros. Necesitaba un poco de espacio.
No había suficiente espacio a bordo del barco para encontrar un rincón tranquilo. Jubal y Gary, los dos investigadores, estaban sentados juntos en uno de los pocos lugares apartados, y a juzgar por las expresiones de sus caras, no estaban muy contentos. Dio un gran rodeo para evitarlos pero, al hacerlo, terminó al lado de Ben Charger, el tercer ingeniero, del que no podía hacerse una idea clara. Siempre era cortés con las mujeres y, como Jubal y Gary, parecía estar desarrollando una vena protectora hacia ellas.
Ben asintió con la cabeza en su dirección.
-¿Tu madre está bien?
Riley le dedicó una sonrisa vacilante.
-Eso creo. Le he dado un antihistamínico. Esperemos que entre eso y el gel que Gary nos dio, la comezón no le vuelva loca. Esos son unos desagradables bichitos.
-Debe haber estado usando algo que les atrajo -aventuró Ben, medio diciendo, medio preguntando-. ¿Tal vez un perfume?
Riley sabía que su madre no llevaba perfume, pero era una buena explicación. Asintió con la cabeza lentamente.
-No había pensado en eso. El ataque fue tan extraño.
Ben la miró fijamente a la cara, sus ojos tan vigilante, que Riley encontró su mirada inquietante.
-He oído que tú y tu madre habéis venido aquí antes. ¿Ha pasado antes algo parecido?
Riley negó con la cabeza, agradecida de poder decir la verdad.
-Nunca.
-¿Por qué venís a un lugar tan peligroso? -preguntó Ben con curiosidad. Una vez más no parpadeó, ni apartó la mirada de su cara. La miraba con los ojos de un interrogador-. Sé que ni siquiera los guías han viajado a esta montaña. Tuvieron que conseguir la información de un par de los aldeanos. Parece un destino tan extraño para dos mujeres. No hay pueblos en la montaña, por lo que no estás aquí por la lingüística.
Riley le dio una vaga sonrisa.
-Mi madre trabaja como horticultora y su defensa de la protección de las selvas tropicales nos lleva a muchos lugares. Pero también venimos aquí porque somos descendientes de la gente de las nubes y mi madre quiere que aprendamos tanto como sea posible para que no sean olvidados. –Apretó los labios y se llevó una mano defensiva a la garganta-. Eso sonó malvado. Adoro la selva tropical y disfrutar de los viajes con mi madre. En realidad nací en el bosque nublado, así que creo que mi madre pensó que sería una buena tradición traerme cada pocos años. -Miró hacia los guías y bajó la voz-. No estábamos seguras de que esos hombres conocieran el camino, es por eso que pensamos que sería más seguro viajar con todos vosotros.
-Yo nunca he estado -reconoció Ben-."He viajado por muchos bosques, pero no a esta montaña en particular. No sé por qué Don dijo que todos habíamos estado aquí antes. Le gusta pensar que lo sabe todo acerca de todo. ¿Es el bosque tan peligroso como dice todo el mundo?
Riley asintió con la cabeza.
-Muy pocas personas han viajado alguna vez a ese pico. Se trata de un volcán y, aunque no ha entrado en erupción en más de quinientos años, a veces sospecho que está despertando, aunque en su mayoría debido a la forma en que los lugareños hablan de ello. Hay una historia transmitida a través de las diversas tribus locales acerca de la montaña, por lo que la mayoría la evitan. Es difícil encontrar un guía dispuesto a viajar a ella. -Frunció el ceño-. Verdaderamente, hay una sensación desagradable. Te encuentras más incómodo cuanto más alto subes.
Ben se pasó las manos por el pelo, casi como si estuviera nervioso.
-Todo este lado de la selva parece infestado de leyendas y mitos. Nadie quiere hablar de ellos a los forasteros y todas parecen involucrar a una criatura que se alimenta de la vida y la sangre de los vivos.
Riley se encogió de hombros.
-Es comprensible. Prácticamente todo en la selva versa sobre la sangre. He oído rumores, por supuesto, y nuestro guía nos contó que no fueron los incas los que destruyeron al pueblo de las nubes, o los españoles, sino que los lugareños y sus descendientes susurran que fue un gran mal quien los asesinó de noche, succionándoles la vida enfrentando a las familias. La gente del pueblo de las nubes eran feroces en la batalla y amables en su vida familiar, pero supuestamente sucumbieron uno a uno o huyeron a la aldea de los Incas. Cuando los incas vinieron para conquistar a los habitantes de los bosques, al parecer la mayoría de los guerreros ya estaban muertos. Se rumorea que los incas que vivieron aquí, sufrieron la misma suerte que los muertos por el mal que merodeaba. Sus valientes guerreros murieron primero.
-Eso no está en los libros de historia -dijo Ben.
Sin embargo, ella tenía la sensación de que no estaba sorprendido, que había oído esa versión susurrada en voz baja. Había muchas historias más, por supuesto, cada una más aterradora que la otra. Cuentos de víctimas sin sangre y sobre las torturas y los horrores que habían padecido antes de ser asesinados.
-¿Estás hablando de vampiros?