3º La arena...
Capua, 227 a.c.
Anfiteatro.
“Por casualidad, a mediodía asistí a una exhibición, esperando un poco de diversión, unos chistes, relajarme... Pero salió todo lo contrario... Estos peleadores de mediodía salen sin ningún tipo de armadura, se exponen sin defensa a los golpes, y ninguno golpea en vano... Por la mañana echan los hombres a los leones; al mediodía se los echan a los espectadores. La multitud exige que el victorioso que ha matado a sus contrincantes se encare al hombre que, a su vez, lo matará, y el último victorioso lo reservan para otra masacre. Esta clase de evento toma lugar estando casi vacías las gradas... Al hombre, sagrado para el hombre, lo matan por diversión y risas..”
Seneca.
La cabeza seccionada rebotó contra la arena del anfiteatro. Una. Dos. Tres veces, hasta quedar quieta. El cuerpo de rodillas permaneció rígido manteniendo la petición de suplica. La sangre manaba del tronco del cuello, ahí donde las vértebras se vislumbraban entre la carne. Las manos vacías indicaban la posición de rendición.
La necesidad de absolución.
Pero el perdón no existía para el vencido.
La multitud rugió. Gritó de crueldad. La brutal búsqueda del sufrimiento.
Las bestias no eran las que violentamente se quitaban la vida en la arena del anfiteatro. Los animales reales eran aquellos que iban a ver el grotesco desgaste de las vidas de hombres, hechos bestias, que se mataban entre ellos.
Las Parcas: Nona, Decima y Morta, esas viejas verrugosas estarían frotándose las manos, preparadas para cortar el hilo del perdedor. Porque la compasión no tenía cabida en la seca arena, alimentada por la sangre de los muertos en combate.
La chusma bramó de nuevo.
- Mantus¡ Mantus¡…- el aullido de cientos o igual miles de voces que como perros vitoreaban.
El sol refulgió sobre el protector del antebrazo, subiendo por el bíceps hasta el hombro. El metal incandescente de la armadura se atenazaba al cuello y pecho del gladiador mediante correas de cuero dúctil. Los cuernos del carnero cubrían el brazo de Mantus. Y la calavera del animal, exenta de carne, brillando en oro puro, simbolizaba el poder del Ariete. Porque eso era él: Mantus, el Ariete de la Muerte.
La bestia.
El gladius se elevó cortando el aire, y la multitud, la chusma hambrienta chilló. Del filo de la hoja goteo la sangre, por el brazo desnudo hasta las muñequeras y refuerzos de tela.
Mantus se agachó en el suelo, granos de arena se adhirieron a sus rodillas. Recogió el escudo dorado. El carnero.
Y espero.
La muchedumbre calló sus gritos. Una ola de silencio se desplazo por las gradas del anfiteatro.
La muerte mostraba de nuevo su mano.
Mantus dirigió sus ojos de Muerte hacia la grada de las autoridades. El negro mas profundamente negro. Y el rojo, la sangre de sus victimas, corriendo imparable en esa mirada. Desde cerca esos ojos hacían estremecer. De lejos, solo eran dos focos negros en la cara de Mantus. Dos abismos al averno.
Maximus Verilius se levantó de su asiento solicitando silencio.
- Ciudadanos de Capua – la voz de Maximus se elevó en el palco. El lanista veía sus arcas rebosar de oro. La chusma analfabeta deseaba la sangre y ese era su trabajo. Dar al pueblo lo que el pueblo ansiaba. – Hombres y mujeres… hoy ha sido un gran día. Mantus ha demostrado que ningún hombre es suficiente para derrotarle. No un mortal cualquiera.
El gladiador se acercó ágilmente a un cuerpo tembloroso. Vivo. Los ojos del hombre se prendieron en la mirada de Mantus. Ahí postrado se encontraba el mas glorioso gladiador. Uno de los pocos dioses de la arena que había sobrevivido a años de jugar con la muerte. Un campeón entre campeones. La armadura rota, plata liquida, dividían el vientre del hombre en dos mitades perfectas. Las entrañas se escapan de la herida y las manos callosas apretaban a esas hijas de puta, queriendo parar lo inevitable.
La grieta era mortal.
La voz del lanista prosiguió…
- Ni un dios. Hermanos y hermanas de Capua. Os presentó al nuevo Campeón. Mantus, el Ariete de la Muerte.
El populacho bramó su nombre.
- Decidme que queréis Capua. – la pregunta se elevó insana.
Para Mantus fue fácil la respuesta: SANGRE.
Maximus Verilius, no tuvo piedad. Las gradas no tuvieron compasión. Absolutamente nadie gritó clemencia por el destrozado cuerpo. Mantus quiso aullarlo al cielo de Capua. Pero de su garganta solo manó silencio.
El pulgar rasgó en el aire la zona de la garganta bien alimentada del lanista. Muerte al vencido.
La dignidad cubrió el cuerpo herido. Una dignidad dulce. Honor. Los agrietados labios exangües por la falta de sangre modularon una palabra. Una sola palabra.
Mantus empuñó el gladius con dureza. La mano crispada sobre la empuñadura. Porque de nuevo mataría. Porque de nuevo mañana tendría un nuevo día para verla. Olerla. Porque de nuevo tendría una nueva oportunidad de escuchar el susurro de sus pies al acercarse a su celda.
Porque…
La hoja se internó en la clavícula hasta el omoplato. La carne no opuso resistencia. El hombre no gritó su dolor. Pero para Mantus estaba claro como el agua. El gladius siguió su camino y atravesó el corazón. Rápido y justo.
Gracias.
Esa era la palabra.
Gracias.
Las gradas enloquecidas gritaron. Mantus. Campeón. Muerte. Ariete. Bestia. Una cacofonía de alaridos a los que Mantus estuvo sordo.
Gracias.
Había sobrevivido una vez mas.